11 de septiembre de 2010

La primavera se desangra en París



Se encontraba frente a frente con la hoja en blanco, el sudo recorría su rostro en forma de gruesas gotas que se perdían en el suelo. Su cerebro carburaba sin descanso ante tremendo reto. No lograba concentrarse, ni mucho menos lograr posar el lápiz en la hoja. Deseaba fervientemente que algo le diera esa inspiración que el tiempo le había quitado de manera súbita, sin avisar, sin lograr predecir o tomar precauciones. 

No tenía ni la más minima idea de que era lo que le había pasado. Un mal día despertó sin ideas, sin sueños, sin anhelos ni deseos. Se encontraba muerto en vida. La pasión por escribir se había desvanecido. Revisaba sus apuntes, sus textos, sus ideas, sus pasiones, sus sueños, sus amores… nada le daba esa alegría que tenía la noche antes. 

Tachaba palabra tras palabra. La hoja le daba la impresión de arrogancia, esa hoja en blanco lo estaba retando y el no sabía como encarar el desafío. ¿Amor? ¿Muerte? ¿Sexo? Nada le complacía. Una copa de coñac, un vaso de agua, un poco de coca… 

Se encontraba drogado en su habitación, desesperado, atiborrado de pensamientos nefastos y desesperanzadores. ¿Suicidio? ¿Escribir mi propio suicidio? ¡Una idea! No lo podía creer, se le había ocurrido una idea. 

¿Cómo me mataría? ¿Envenenado? ¿Ahorcado? O quizá me lance del onceavo piso del hotel… ¿Cuál sería el móvil? ¿Una carta? ¡No! Un relato de su propia muerte, justo como un profeta. La escribiría y a la postre cumpliría al pie de la letra, paso por paso, sin dejar ni un solo detalle fuera…

Anunciaría al mundo su muerte… Tomó el lápiz, y le dijo a la hoja en blanco ‘te va a llevar la chingada’. ¿Cómo iniciar? El día que voy a morir… No, así no. La muerte del profeta… ¿En que estaba pensando? Quizá lo mas importante no era el inicio, sino el final… ¿Sería capaz de escribir su propio final? Un buen inicio, un enorme desenlace. 

El día en que la imaginación me dio tregua y la ingenuidad me dio valor, escribí esto. Una gota de sangre recorre la hoja que me desafía. Y, sin pensarlo dos veces utilizaré un método efectivo y doloroso… 

Dentro de unos meses llamaré a Rizumu. Es hora, será todo lo que le diré… y el sabrá. Ya compré el kimono blanco, el tantō lo tengo desde hace mucho tiempo, un regalo de Shiruku que en su momento consideré inservible. Lo que son las cosas, ese obsequio será lo que defina mi muerte… y mi destino.

El momento llegará, no sentiré nervio. Vestiré mi kimono de una manera elegante, y Rizumu tendrá todo listo… Oh, Rizumu, siempre tan servicial. Se que no te negarás. Cubriré el tantō con el papel de arroz, y se lo daré a mi kaishaku. Cerraré los ojos, mientras disfruto del inmenso dolor que he de sufrir. De rodillas, y de blanco, sin sangre en las manos… Una señal rápida, antes de que mis viseras terminen por arruinar la alfombra, y después… Mi cabeza, ésta que idea, que piensa, que sufre… ésta que está maquilando, no dependeré más de ella. Nunca más. 

Ya la vi rodando, con los ojos cerrados. Rizumu, tú siempre fiel. Se que guardarás esa cabeza… Se que la tirarás donde nos conocimos. El Sena será el paisaje ideal para que ésta cabeza que tanto odio descanse… Mientras mi cuerpo, ese que no vale nada, se disuelva hasta convertirse el polvo, que los gusanos se den su festín… Y yo, sin pasión, ni amor… Que la primavera se desangre en París. 

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Oh non rien de rien
Oh non je ne regrète rien



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