María se paseaba todos los días por las calles de la ciudad en búsqueda de algo que le faltaba. Por supuesto, y para hacer amena esta historia que les cuento, María no tenía idea de que era lo que buscaba, no sabía ni lo que sentía, y mucho menos lo que quería. Sin embargo si conocía lo que deseaba, y eso la asustaba mucho.
En las noches siempre calurosas de la región, María llegaba a su hogar a soltar en llanto las andaduras del día. No lograba entender el porque no encontraba eso que le hacia falta, y aunque le daba vueltas al asunto, se quedaba dormida de puro cansancio antes de lograr hilvanar un par de pensamientos coherentes.
Su familia siempre fue de lo más religiosa. Mexicano típico que adopta el catolicismo por miedo al infierno. Su padre, típico mexicano que iba a la iglesia por la mañana, al bar por la tarde, y a pegarle a su mujer por la noche, siempre había deseado un hijo varón. Lo podemos imaginar con su rostro en una facción grotesca cuando María nació. Una hembra. ¡Cómo era posible que esto le pasara a el! Tan religioso y tan de voto de su señor Jesucristo. Le mandaba una hembra que nomás servía para lavar trastes y coger.
A diferencia de su padre, su madre era la típica mujer mexicana. Siempre al pendiente de las necesidades de su marido, siempre llegando a la iglesia, siempre rezándole a la virgen, siempre golpeada, siempre cogida por un borracho que le daba asco. Pero se aguantaba como las buenas hembras, ¡Que para eso fueron criadas!
No se necesita ser un gran sabio para imaginar la clase de educación que María recibió. Aprendió a realizar todas las tareas propias de una dama decente. Limpiar, planchar, coser, cocinar, coger sin rezongar, aguantar los madrazos del macho en turno… sin embargo no aprendió a coger. No, su padre donde iba a dejar que a su hija se la fuera a coger un desgraciado borracho de esos que andan sueltos por ahí. Le contó mil y una historias para meterle miedo. Desde chiquita le decía que se cuidara eso, que no se lo diera a nadie, que no lo enseñara. Que el día que un hombre la tocará los iba a matar a los dos.
Una infancia llena de miedos, y una adolescencia llena de remordimientos. Empezó a desarrollarse, los pechos eran volubles y sensibles, las piernas torneadas, la cadera ancha, las nalgas duras, y la cara hermosa. Los hombres siempre detrás de ella, y ella siempre llorando de miedo cuando veía uno. La virgen, única compañera de cuarto y de nombre, su confidente. Ella sabía todos sus pensamientos, aunque no se los contara. Sabía de aquella vez que se había tocado, y cómo se había quemado esa mano por remordimiento. Sabía de los deseos, de las ganas de gritar como su madre fingía para que el padre estuviese a gusto.
Cuando sus padres murieron, María se quedó sola en esa casa. Viviendo de la herencia y pensiones, yendo a la iglesia cada domingo sin falta, apoyando en las labores humanitarias, aportando lo poco que tenía para que su iglesia se viera siempre bonita… sufriendo cada que veía al padre Ramón.
El padre Ramón era un sacerdote poco ortodoxo. Muy joven y bien parecido, coqueto a veces, sin querer quizá. Siempre atento de sus ovejas, como el les llamaba. Servicial, amigable, amable. María sufría, y no sabía el porque.
Cada sábado se confesaba para poder tomar la comunión. También para escuchar la voz del padre Ramón. Pecados mundanos, algunos corrientes y otros inventados. Siempre tenía algo que confesar al padre. Pero su pecado real nunca debía de ser revelado. Desde que sus padres murieron el deseo por un hombre eran cada vez más agudos. A pesar de que esos pechos volubles iban desapareciendo y el cuerpo estaba cada día más fofo, los hombres seguían volteándola a ver, deseándola, y ella deseándolos a ellos.
Todos los días caminaba por vieja y fea ciudad. Observando a las parejas, espiando a los adolescentes sin pudor. Acudiendo cerca de las cantinas a oler a su padre. Cada que pasaba por la iglesia se detenía a contemplar la nada, pensar en el padre Ramón, querer entrar por sus fueros y tenerlo. Luego llegaba a su casa a llorar desamparadamente, a tocarse y quemarse cada día.
El temor la carcomía, el remordimiento la hería desde dentro. Desesperada acudió al padre Ramón. Conciente de que lo que le había de confesar tenía que ser cuidadosamente contado. ¿Por donde empezar? Quizá por el principio. Le contó poco a poco lo que su padre le decía. Se detenía a pensar con mucho cuidado cada palabra que iba a pronunciar. También le contó los gritos de su madre, sus deseos, cómo se sentían sus pezones cada que veía a un hombre apuesto, la vez que se tocó y se quemó la mano como represalia. Toda su vida de miedos y frustraciones. Le rogó al padre Ramón que le diera la cura, que le dijera como podía obtener el perdón de Dios por sus pecados. No obtuvo respuesta, el padre Ramón ya no estaba del otro lado. De pronto se apareció justo donde se encontraba ella, el padre cerró la puerta del confesionario, y le dijo con un susurro apenas audible: ‘El perdón de Dios está en el orgasmo, hija mía’.
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